lunes, 13 de mayo de 2013

Esquelas...


"Temer al amor es temer a la vida, y los que temen a la vida, ya están medio muertos..."

(B. A. W. Rusell)



Esa mañana se sentó, como de costumbre en la vieja mecedora; la que desempolvó sacudiéndola torpemente con el periódico del día, aún cuando no era necesario limpiarla, pues su cuerpo se posaba sagradamente sobre aquel mueble todos los días durante largas horas, por lo que la madera aún cuando lucía desgastado su color, poseía un lustre envidiable.

Inició la lectura como siempre, fijándose en los titulares de las noticias que aquel 11 de Marzo llenaban la primera plana, mientras la fresca brisa caribeña movía las hojas del Roble Rosado que le daba sombra; las noticias daban cuenta de la muy cruda realidad del país y del mundo, sin embargo, tan acostumbrado estaba a leerlas, que ya ninguna lograba causarle impresión.

Fue entonces, cuando al mirar casi que por coincidencia la parte inferior de la primera plana, leyó algo que le  ocasionó el más intenso escalofrió que en su vida había sentido, sintió que las fuerzas le abandonaban, al mismo tiempo que su corazón se destrozaba en mil pedazos.

Como pudo, lentamente se reincorporó y juntó fuerzas para volver a leer aquella macabra noticia; no se trataba de alguna masacre, accidente o similares; ninguno de los muy terribles titulares que con los años había tenido que leer le había impresionado tanto.

Al final de la página, en un pequeño cuadrado con letras grandes , y en medio de palabras de condolencia y duelo, se leía el nombre de ANA LAURA DANGOND GUTIERREZ, el amor de su vida, la mujer que por más de cincuenta años fue la verdadera dueña de su corazón, había fallecido.

Una vez superado el shock de la noticia, y consciente ya de lo que aquello significaban intentó ahogar el llanto que le sobrevenía, pero el caudal incontenible de su dolor era de tal magnitud que se entregó a la endecha y el lamento; largas horas de sollozo y pesar le siguieron. Aquella mañana dejó el sol de brillar, las aves dejaron de cantar, la brisa ya no corría, nada tenía sentido para él.

Recordó con nostalgia a aquella bella mujer que hacía mucho tiempo atrás había conocido, la misma que tuvo a bien autoproclamarse dueña de su amor eterno, aquella junto a la cual, múltiples planes de una vida en común llenaron las eternas noches de sus años mozos, aquella que siendo su primer amor, llenó su vida de una felicidad incomparable.

Sin embargo, a su mente llegaron a la vez, los miles de reproches de su dolido corazón, por cuanto no había sido capaz de mantenerla a su lado, -eran tiempos difíciles, éramos muy jóvenes e inexpertos entonces, a ciencia cierta, no sabíamos lo que estábamos haciendo, no sabía lo que estaba dejando ir-, decía para sí mismo a modo de consuelo, pues aquella dama de noble corazón se había entregado a él en cuerpo y alma, muchos años atrás, sin embargo no tuvo la valentía suficiente para luchar por ella.

-Eran años difíciles, sí que lo eran- las múltiples dificultades que a nivel económico vivía, obligaron a Juan Manuel a dejar su terruño y todo lo que tenia para aventurarse a trabajar en las minas de esmeralda, movido por el firme propósito de hacer dinero, amaba a Ana Laura y deseaba más que nada en el mundo ofrecerle la estabilidad y las comodidades que una dama con ella merecía, obviando que lo único que ella le había demandado era amor, fidelidad y compañía.

Los meses pasaban y  semana tras semana a las lejanas tierras de Boyacá llegaban las misivas de su amada, narrándole en detalle todos y cada uno de los eventos que acontecían en su ausencia, confesándole las ansias con las que impacientemente le esperaba para que pudieran casarse  y vivir  el idilio que tanto soñaban... cuánto  dolor le traían aquellos recuerdos.

Dolía, pues recordaba como decidió, una tarde de mayo, en medio de la desesperación que el poco dinero que ganaba le generaba; decidió decirle adiós a su  amada, frustrado por el paso del tiempo y la prolongación de su difícil situación, escribió una carta en la que le invitaba a olvidarse de él, a no esperarlo más, a conocer otras gentes y continuar cada cual su camino por separado... y recordaba demás, como después de haberlo hecho no supo más de la vida de su doncella.

Pasaron los años, y él, convencido de que había hecho lo correcto al aplicar aquel adagio popular que reza: "si amas a alguien, déjalo ir", se resignó a vivir sin ella; aunque a decir verdad nunca le olvidó, nunca dejó de "amarle" a su manera, en silencio, en las sombras, en los pensamientos y las fantasías...

No entendió, sino hasta ahora, cuando ya fue muy tarde, que por más que sus intenciones fueran nobles a su juicio, había decidido por los dos, sin importarle  lo que aquella mujer que le amaba pensara, sin importarle si ella estaba decidida a luchar a su lado, a esperar a su lado... decisión que esa mañana se reprocho miles de veces.

Ana eventualmente lo superó, un amor nuevo tocó a su puerta, y habida cuenta de que este nuevo pretendiente, aun teniendo similares limitaciones a las que atormentaban a Juan Manuel, no declinó en sus intenciones de conquista, unió su vida a un amor nuevo y floreciente que le acompaño hasta el último instante de su existir... (No entendió Juan Manuel en su momento, que lo que verdaderamente sueña toda mujer de verdad, no es un hombre con dinero o bastas riquezas, sino un hombre que les brinde ante todo seguridad emocional, alguien que esté dispuesto a vivir lo bueno y lo malo junto a ellas en virtud del amor que se tienen), por esa razón lloraba como si su alma hubiese sido pulverizada.

Nunca mas volvió a saber de ella hasta este día, y aun cuando sabía que de aquel amor solo quedaban recuerdos a blanco y negro, siempre guardó la esperanza de volverle a ver, de admirar su sonrisa, de contemplarse a si fuese a lo lejos, cosa que no pudo ser, y que ya no sería...

Aquella tarde gris, el cortejo fúnebre se adentraba en los verdes jardines del cementerio, mientras a lo lejos, vestido completamente de negro y oculto tras un matarratón estaba Juan Manuel, quien esperó largas horas a que todo acabase, a que todos abandonasen el lugar para acercarse a la tumba y dejar sobre la lápida una rosa blanca, acompañada de una nota  que decía: "mi cobarde corazón te amará por siempre"