"Temer al amor es temer a la vida, y
los que temen a la vida, ya están medio muertos..."
(B. A. W. Rusell)
Esa mañana se sentó, como de costumbre en
la vieja mecedora; la que desempolvó sacudiéndola torpemente con el
periódico del día, aún cuando no era necesario limpiarla, pues su cuerpo se
posaba sagradamente sobre aquel mueble todos los días durante largas horas, por
lo que la madera aún cuando lucía desgastado su color, poseía un lustre
envidiable.
Inició la lectura como
siempre, fijándose en los titulares de las noticias que aquel 11 de
Marzo llenaban la primera plana, mientras la fresca brisa caribeña movía las
hojas del Roble Rosado que le daba sombra; las noticias daban cuenta de la muy
cruda realidad del país y del mundo, sin embargo, tan acostumbrado
estaba a leerlas, que ya ninguna lograba causarle impresión.
Fue entonces, cuando al mirar casi que por
coincidencia la parte inferior de la primera plana, leyó algo que le
ocasionó el más intenso escalofrió que en su
vida había sentido, sintió que las fuerzas le abandonaban, al mismo
tiempo que su corazón se destrozaba en mil pedazos.
Como pudo, lentamente se reincorporó y
juntó fuerzas para volver a leer aquella macabra noticia; no se trataba de
alguna masacre, accidente o similares; ninguno de los muy terribles titulares
que con los años había tenido que leer le había impresionado
tanto.
Al final de la página, en un pequeño
cuadrado con letras grandes , y en medio de palabras de condolencia y duelo, se
leía el nombre de ANA LAURA DANGOND GUTIERREZ, el amor de su vida,
la mujer que por más de cincuenta años fue la verdadera dueña de su
corazón, había fallecido.
Una vez superado el shock de la noticia, y
consciente ya de lo que aquello significaban intentó ahogar el llanto que le
sobrevenía, pero el caudal incontenible de su dolor era de tal magnitud que se
entregó a la endecha y el lamento; largas horas de sollozo y pesar le
siguieron. Aquella mañana dejó el sol de brillar, las aves dejaron de cantar,
la brisa ya no corría, nada tenía sentido para él.
Recordó con nostalgia a aquella bella
mujer que hacía mucho tiempo atrás había conocido, la misma que tuvo a bien
autoproclamarse dueña de su amor eterno, aquella junto a la cual, múltiples
planes de una vida en común llenaron las eternas noches de sus años mozos,
aquella que siendo su primer amor, llenó su vida de una felicidad incomparable.
Sin embargo, a su mente llegaron a la vez,
los miles de reproches de su dolido corazón, por cuanto no había sido capaz de
mantenerla a su lado, -eran tiempos difíciles, éramos muy jóvenes e inexpertos
entonces, a ciencia cierta, no sabíamos lo que estábamos haciendo, no
sabía lo que estaba dejando ir-, decía para sí mismo a modo de consuelo, pues
aquella dama de noble corazón se había entregado a él en cuerpo y alma, muchos
años atrás, sin embargo no tuvo la valentía suficiente para luchar por ella.
-Eran años difíciles, sí que lo eran- las
múltiples dificultades que a nivel económico vivía, obligaron a Juan
Manuel a dejar su terruño y todo lo que tenia para aventurarse a trabajar en
las minas de esmeralda, movido por el firme propósito de hacer dinero, amaba a Ana
Laura y deseaba más que nada en el mundo ofrecerle la estabilidad y las
comodidades que una dama con ella merecía, obviando que lo único que ella le había
demandado era amor, fidelidad y compañía.
Los meses pasaban y semana tras
semana a las lejanas tierras de Boyacá llegaban las misivas de su amada, narrándole
en detalle todos y cada uno de los eventos que acontecían en su ausencia,
confesándole las ansias con las que impacientemente le esperaba para que
pudieran casarse y vivir el idilio que tanto soñaban... cuánto
dolor le traían aquellos recuerdos.
Dolía, pues recordaba como decidió, una
tarde de mayo, en medio de la desesperación que el poco dinero que ganaba le
generaba; decidió decirle adiós a su amada, frustrado por el paso del tiempo y la
prolongación de su difícil situación, escribió una carta en la que le
invitaba a olvidarse de él, a no esperarlo más, a conocer otras gentes y
continuar cada cual su camino por separado... y recordaba demás, como después de
haberlo hecho no supo más de la vida de su doncella.
Pasaron los años, y él, convencido de que había
hecho lo correcto al aplicar aquel adagio popular que reza: "si amas a
alguien, déjalo ir", se resignó a vivir sin ella; aunque a decir verdad nunca le olvidó, nunca
dejó de "amarle" a su manera, en silencio, en las sombras, en los
pensamientos y las fantasías...
No entendió, sino hasta ahora, cuando ya fue muy tarde, que por más que sus
intenciones fueran nobles a su juicio, había decidido por los dos, sin
importarle lo que aquella mujer que le amaba pensara, sin importarle si ella
estaba decidida a luchar a su lado, a esperar a su lado... decisión que esa mañana se reprocho miles de veces.
Ana eventualmente lo superó, un amor nuevo
tocó a su puerta, y habida cuenta de que este nuevo pretendiente, aun
teniendo similares limitaciones a las que atormentaban a Juan Manuel, no declinó en sus intenciones
de conquista, unió su vida a un amor nuevo y floreciente que le acompaño hasta el último instante de su existir... (No entendió Juan Manuel en su momento, que lo que
verdaderamente sueña toda mujer de verdad, no es un hombre con dinero o bastas riquezas, sino un hombre que les brinde ante todo seguridad emocional, alguien
que esté dispuesto a vivir lo bueno y lo malo junto a ellas en virtud del amor
que se tienen), por esa razón lloraba como si su alma hubiese sido pulverizada.
Nunca mas volvió a saber de ella hasta
este día, y aun cuando sabía que de aquel amor solo quedaban recuerdos a blanco
y negro, siempre guardó la esperanza de volverle a ver, de admirar su sonrisa,
de contemplarse a si fuese a lo lejos, cosa que no pudo ser, y que ya no
sería...
Aquella tarde gris, el cortejo fúnebre se
adentraba en los verdes jardines del cementerio, mientras a lo lejos, vestido
completamente de negro y oculto tras un matarratón estaba Juan Manuel, quien
esperó largas horas a que todo acabase, a que todos abandonasen el lugar para
acercarse a la tumba y dejar sobre la lápida una rosa blanca, acompañada de una
nota que decía: "mi cobarde corazón te amará por siempre"